Ictus

 

 

Los términos ataque cerebrovascular (ACV) o enfermedad cerebrovascular (ECV), infarto cerebral, derrame cerebral o, menos frecuentemente, apoplejía son utilizados como sinónimos del término ictus.

       El ataque cerebrovascular tiene dos formas bien diferenciadas

a) ictus isquémico o infarto cerebral: una isquemia (disminución importante del flujo sanguíneo) en el cerebro, de manera anormalmente brusca;

b) ictus hemorrágico, derrame cerebral o hemorragia cerebral: la hemorragia originada por la rotura de un vaso cerebral.

Las enfermedades cerebrovasculares constituyen, en la actualidad, uno de los más importantes problemas de salud pública. Son la tercera causa de muerte en el mundo occidental, la primera causa de invalidez permanente entre las personas adultas y una de las principales causas de déficit neurológico en el anciano. No obstante, se ha demostrado que los ataques cerebrovasculares (ACV) en niños de 0 a 14 años son los que tienen más facilidad de recuperación, debido a que tienen un cerebro flexible y joven.

 Los síntomas de un ataque cerebrovascular son muy variados en función del área cerebral afectada. Desde síntomas puramente sensoriales a los puramente motores, pasando por los síntomas sensitivomotores. Los más frecuentemente diagnosticados son los siguientes:

 – Pérdida de fuerza en un brazo o una pierna, o parálisis en la cara (hemiparesia/hemiplejía).

 – Dificultad para expresarse, entender lo que se le dice o lenguaje ininteligible (Disartria).

 – Dificultad al caminar, pérdida de equilibrio o de coordinación.

 – Mareos, dolor de cabeza brusco, intenso e inusual, casi siempre acompañado de otros síntomas.

 – Pérdida de la visión en uno o ambos ojos.

 Además de las manifestaciones físicas, hasta un 50% de las personas que sobreviven a su ataque cerebral sufren depresión durante los primeros años. A pesar de esto, en la mayoría de los casos se omite el diagnóstico, lo que repercute negativamente en el paciente.

No obstante, numerosos cuadros de ataque cerebrovascular (ACV) de baja intensidad y duración pasan inadvertidos por lo anodino de la sintomatología: parestesias, debilidad de un grupo muscular poco específico (su actividad es suplida por otros grupos musculares), episodios amnésicos breves, pequeña desorientación, etc. Son estos síntomas menores los más frecuentes, teniendo una gran importancia, porque ponen sobreaviso de la patología subyacente de una forma precoz.

 Se requiere de un programa de rehabilitación interdisciplinaria que provea una asistencia integrada para las personas que han sobrevivido a un ataque cerebral. Que atienda tanto los aspectos motores como los relacionados con el habla, los trastornos visuales, las actividades de la vida diaria y las secuelas incapacitantes como la espasticidad, para que el sobreviviente del ACV puedan alcanzar un grado de independencia suficiente como para retomar, al menos parcialmente, sus actividades habituales. Este equipo interdisciplinario debe estar formado por fisioterapeutas, neuropsicólogos, fonoaudiólogos, logopedas, terapeutas ocupacionales, y los relacionados con la medicina, como el médico fisiatra, el psiquiatra y el neurólogo.

Otro grupo que se ve afectado luego de un ACV son los familiares y amigos de la persona quienes requieren de orientación sobre la mejor manera de acompañar a la persona que se está recuperando de su ataque cerebral. Esto fundamentalmente porque, ante la incertidumbre y angustia en la que se encuentran, pueden actuar obstaculizando el proceso de rehabilitación.

Lo fundamental es controlar los factores de riesgo asociados; fundamentalmente, son la hipertensión arterial, el colesterol malo elevado (incluyendo elevados triglicéridos) debido a la ingesta de grasas saturadas animales y aceites hidrogenados y la diabetes.

Evitar tabaco, drogas psicotrópicas o estupefacientes y alcohol.

Llevar una vida sana: evitar el sedentarismo y en cambio practicar ejercicio físico, y consumir dieta saludable rica en verduras, frutas, proteínas, colesterol bueno y grasas polinsaturadas (EPA, DPA, DHA), consumir poca sal y evitando elevadas cantidades de carbohidratos (azúcares y harinas) y grasas saturadas.

Evitar la ansiedad y aún más el angor (la angina de pecho) ya que entre otros problemas vasculares aumenta la hipertensión arterial.

Evitar la depresión ya que los estados anímicos depresivos tienden a espesar la sangre haciéndola más trombogénica.

Seguir las recomendaciones del médico de cabecera, quien tiene acceso a la información pertinente relacionada con la salud de cada individuo.

Evitar el sobrepeso.

Evitar deportes de contacto o sobreesfuerzos.

Evitar el distrés o estrés negativo (especialmente si es crónico) el estrés negativo o distrés hacen trombolítica a la sangre (embolia).

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